Con las metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora.

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¿Y si las temporadas pasadas fuesen volviendo, una a una, de la mano, como un puñado de pañuelos atados saliendo de la galera de un mago? ¿Y si el mago fuese el mismísimo poeta que alguna vez, en una noche dentada, abriendo las ventanas con desdén, se introdujo en las sábanas de la enferma y le dijo, entre dientes: la moralidad es la debilidad del cerebro (1)?.
Quiero decir que entonces sería capaz de correr desnuda en trenzas ajenas, esconderme en los ojos de alguna mujer que cuando niña bautizó las máscaras como amigas y ahora, también desnuda, rebalsa de agua aunque la sed sea su amor. Quiero decir que entonces, si el mago, si el poeta, aparece tras esperas tan largas que se convirtieron en olvido, sería capaz de abrazarme otra vez al odio y desvanecerme en una velada que tiña las manos de un azul tan profundo como la garganta de las que bailan, envueltas en sus vestidos de noche, regocijándose con cada caída, con cada triunfo, con cada halago mal parido en la lengua de un mendigo, un pordiosero, un hombre que busca un cuerpo en la noche para saciar su infierno. Infierno astutamente opuesto al de la mujer que luce el vestido. Como una suerte de hechizo mal hecho que reduce a la elegida en cenizas.
Entonces las cruces en el pecho, similares a una cajita musical desorientada chillando en medio de una habitación habitada por palabras. Palabras de una misma voz con distintos rostros. Como la niña y su máscara de anciana. Como la muerte cuando llega y no deja más que un bosque hambriento con todas sus puertas cerradas. Como el amor, cuando vacío de ideas cotidianas, se convierte en un arma de doble filo. Como un espejo, como una aguja perdida entre siete docenas de cuentos.
Por eso los títulos dejan de ser abatidos para pasar a nombrar las cosas. Las cosas por su nombre o nada. Nada que no desmienta que ser tormenta cuando niña, ser gritito acurrucado en la noche, no es más que suerte si sabemos mirarlo y mimarlo, aún cuando se ha vuelto grande y serio y hasta político. Aún, cuando el espejo podría separarse para siempre y dejar de comulgar entre antiguos ritmos.
Y es que el poeta no deja de revivir las cintas y provocarnos y volvernos huérfanos entre nuestras propias decisiones.
Pero si hay algo realmente claro, es que las temporadas no vuelven porque nunca se fueron.

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(1) Una temporada en el infierno, Jean Arthur Rimbaud

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