Escribo en un papel cualquiera, sentada al costado de una vieja mesa, apoyando en mis rodillas un cuaderno de tapas duras que me sirve de refugio. Tengo frente a mí una ventana vidriada, con colores que el sol refleja en las paredes blancas, haciendo juegos. Lejos, se escucha el pasar de algún loco tren, mientras los bichitos del verano revolotean sobre la piel de los ancianos.
Escribo en un papel cualquiera, ya sin formas, ya sin fórmulas, en el mismo momento en que alguien, en un rincón lejano, también escribe y sus oracione me llegan como mensajes indiscutibles:

Son las doce, hace frío y sueño y las hojas de los árboles chocan contra otras hojas de otros árboles haciendo ruidos que simulan monstruos, canciones de cuna para pesadillas incontables.
La tarde se hace agua y yo, envuelto en cenizas, acicalo la almohada sin conseguir un cuerpo, un pequeño espacio de piel donde cerrar los ojos y morir.